03 octubre 2021

Corrigiendo que es gerundio

        Descendió, como alma que lleva al diablo, por la costanilla de los Desamparados. Miraba a su alrededor cada pocos metros, como quien espera encontrarse con alguien inoportuno. Antes de girar hacía el camino de Atocha apretó el paso y aferró aún si cabe con más fuerza el manuscrito que ocultaba entre los pliegues de la capa. 
        Atravesó un portalón de triple hoja, que coincidía con la descripción que un conocido le había proporcionado, y se adentró en un patio rectangular. Inspeccionó una a una todas las puertas hasta descubrir, sobre el dintel de una de ellas, un desvencijado cartel de madera en el que con dificultad podía leerse: «Gaspar Sandoval de la Cuesta. Corrector». 
        Se detuvo en el umbral de la puerta, desde donde un vistazo rápido le mostró una habitación estrecha y de aspecto lúgubre; un olor familiar, entre avinagrado y amargo, le dio la bienvenida. A su derecha, sentado detrás de una minúscula mesa de madera, un hombre no muy entrado en años trabajaba encorvado sobre una hoja de papel amarillento. Observó cómo su mano izquierda, manchada de tinta, se movía con rapidez. Escribía y tachaba, releía siguiendo el texto con el dedo índice, pasaba páginas sin descanso, ajeno a cuanto le rodeaba. 
        El visitante carraspeó para llamar su atención y engolando la voz dijo: «Buenos días tenga vuesa merced. Si no me han informado mal, este debe ser el taller de don Gaspar». 
       —Y vuesa merced será don Miguel, si tampoco yo ando errado —respondió el otro sin levantar la cabeza de la mesa. 
        —Así me bautizaron mis padres, Miguel de Cervantes Saavedra, para servir a Dios y al rey. 
      —Sin querer ser impertinente, su nombre no me resulta familiar. ¿Ha publicado usted alguna otra novela, o esta que me trae es la primera que escribe? 
        —Esta usted frente al autor de La Galatea. 
       —No es mi intención enojarle, pero no he tenido el placer de conocerla. —El corrector se ajustó las lentes con una media sonrisa y retomó su febril actividad, mientras Miguel lo contemplaba con la boca y los ojos muy abiertos—. Ya me contó nuestro común amigo que necesitaba de mis servicios. ¿Ha traído lo acordado? 
        —Por supuesto —respondió Miguel recomponiendo el porte. 
      —Deje el manuscrito sobre esa pila, a su izquierda, y lo leeré con gusto en unos días. —Miguel se acercó hasta una pila de libros y hojas sueltas, cubiertos de una gruesa capa de polvo, y con sumo cuidado depositó el legajo, atado con un lazo, donde el otro le había indicado—. El dinero puede entregármelo a mí, si le acomoda —añadió. 
        Miguel introdujo la mano en la faltriquera y sacó una pequeña bolsa de tela repleta de maravedíes. La sopesó varias veces antes de arrojarla sobre la mesa, como quien se desprende de algo insignificante. 
        —Lo acordado. El resto se lo daré, si a vuesa merced le acomoda, cuando haya acabado la tarea. 
      —Ya ve vuesa merced —dijo Gaspar, girando la cabeza hacía donde se apilaban los libros— que la cantidad de encargos no es baladí en esta época del año. 
     —No malgastemos verbos, solo espero que el resultado esté a la altura de sus honorarios —dijo mientras atravesaba el marco de la puerta para salir al patio exterior. 


        Desde la habitación en la que solía descansar antes del almuerzo, Miguel oyó varios golpes en la puerta del caserón. Instantes más tarde el ama de llaves entró para avisarle de que un muchacho preguntaba por él. Quería entregarle un bulto de parte del señor don Gaspar. 
       Azorado, se apresuró hasta la puerta. Un mozalbete le esperaba; sostenía contra el pecho un paquete lacrado que Miguel casi le arrebata de las manos. «Dale unas monedas al chico, por el recado», le dijo al ama de llaves mientras subía raudo las escaleras para encerrarse en su aposento. 
      Sentado en un sillón soltó el legajo sobre su escribanía, retiró el lacre y lo desenvolvió con parsimonia, recreándose en el momento. Sujetó con la mano la primera página y leyó las anotaciones que en el manuscrito había hecho don Gaspar: «Hace algo más de veinte años, en una villa cercana a Villanueva de los Infantes (sea más inconcreto con el lugar y el tiempo) vivía un conde cuyas facultades mentales habían declinado (el lector, si es noble, puede sentirse aludido, y declinar no es el verbo más adecuado) a causa de la lectura de novelas caballerescas. Contábase entre su hacienda un jamelgo (busque un sinónimo), alguna res y el servicio de un ama de llaves a la que adeudaba un año de emolumentos (suena pomposo, busque otra palabra). Moraba en un palacete del que arrendaba tres habitaciones para aumentar el patrimonio junto a una prima hermana que rondaba (cuídese de las rimas) los cuarenta…».
        Miguel arrastró el sillón, se levantó con gesto hosco y anduvo de un lado a otro por el aposento. Resuelto, regresó al manuscrito, comenzó a pasar una tras otra las hojas, y halló con estupor que todas estaban abarrotadas de tachaduras, sugerencias y frases enteras eliminadas. 

        Golpeó con ambas manos sobre la escribanía y, en un arrebato, arrastró hacía un lado el pesado montón de papel. Tenía la mirada fija en el tablero, sobre el que sus dedos repiqueteaban mientras movía los labios de izquierda a derecha. Pasados varios minutos acercó el sillón hasta el mueble con ademán solemne y se sentó de nuevo. De un cartapacio extrajo una hoja de papel en blanco, la estiró sobre la madera, tomo la pluma del tintero con la mano derecha y escribió: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…».

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