24 julio 2022

Círculos

Se confundían con la claridad del día y ahora son las únicas protagonistas. Luces de todos los colores que se apagan y se encienden; que giran, mezclándose con los sonidos de sirenas y silbatos, con las voces de los feriantes y los acordes de infinitas canciones que suenan aquí y allá.

La feria está hecha de movimientos circulares: giran las atracciones; giran las ruletas en las tómbolas; giran las secuencias de luces y canciones; lo hago yo, anclado a un carrusel. La cabeza siempre encorvada, la mirada gacha para ocultar la tristeza de mis ojos. Para que la melancolía no contamine las risas de los niños, el gozo de las madres y padres que caminan junto a mí, sujetando a sus pequeños jinetes; o los que a unos metros de distancia agitan las manos en frenéticos saludos que se renuevan con cada vuelta.

Un pequeño descanso, sólo unos minutos. Ruido de carreras y pasos infantiles que se alejan y se acercan; alguna caricia antes de empinarse hasta alcanzar la silla de montar; alguna palabra cariñosa susurrada en el oído; algún “hasta mañana” antes de descabalgar y marcharse, antes de que continúe dando vueltas y vueltas sin parar hasta que llegue la madrugada. Siempre en el mismo sentido, siempre sobre las mismas tarimas ajadas y descoloridas donde se adivina el trazo indeleble que mis cascos dibujan.

Cada noche, en la soledad del carromato, cuando el brillo de las luces se apaga y los sonidos cesan; cuando caen los cierres de plástico para cubrir las atracciones y la gente retorna a sus hogares, me conforto al pensar que la feria está repleta de animales ficticios que también giran sin parar. Animales enormes, como los dragones que arrastran una cadena de vagones llenos de sonrisas ensordecedoras que se desbordan en los rostros de los niños; o los pulpos que giran impasibles, agitando con ímpetu sus patas arriba y abajo. Animales diminutos como esos patitos amarillos que dan vueltas, apelmazados sobre unos centímetros de agua, esperando un anzuelo que los rescate. Animales semejantes a mí, caballos de colores vibrantes, de mirada y pose altiva que giran subiendo y bajando en los tiovivos al son de la música de un órgano.

Ellos no son reales, pero yo sí. Ellos son inmunes a la risa, a los llantos, a la alegría o a la tristeza. No han contemplado la mirada agradecida de un niño que, cuando en el silencio de su habitación cierre los ojos para abrazar el sueño, recordará los minutos en los que viajó a mundos llenos de aventuras sobre mi grupa. No han vibrado con el tacto de una mano infantil que te recorre las crines. 

No quiero desterrar estos pensamientos de mi cabeza porque si lo hago se instalarán los otros. Los que me cuentan que esos animales no han sentido el peso de la silla y los arreos, ni los golpes sobre la carne. Tampoco la extenuación, ni el deseo de doblar los corvejones e hincar las rodillas sobre las tablas después de más de seis horas de caminar en círculos. No conocen la desesperanza de repetirlo un día tras otro; una feria tras otra; un verano tras otro.

Ideas que dan vueltas en mi cabeza hasta convertirse en sueños. En ellos me veo girando, siempre hacía arriba, como lo hacen las cestas que cuelgan de la noria, llenas de gente que anhela un horizonte más vasto. Hasta que caigo en la cuenta de que los círculos siempre me llevan al punto de partida. Y ajeno a mi voluntad, como ocurre en los sueños, acaricio una idea: llegar al punto más alto y desde allí caer a toda velocidad sin detenerme antes de llegar al suelo y así cerrar el círculo por última vez.

03 octubre 2021

Corrigiendo que es gerundio

        Descendió, como alma que lleva al diablo, por la costanilla de los Desamparados. Miraba a su alrededor cada pocos metros, como quien espera encontrarse con alguien inoportuno. Antes de girar hacía el camino de Atocha apretó el paso y aferró aún si cabe con más fuerza el manuscrito que ocultaba entre los pliegues de la capa. 
        Atravesó un portalón de triple hoja, que coincidía con la descripción que un conocido le había proporcionado, y se adentró en un patio rectangular. Inspeccionó una a una todas las puertas hasta descubrir, sobre el dintel de una de ellas, un desvencijado cartel de madera en el que con dificultad podía leerse: «Gaspar Sandoval de la Cuesta. Corrector». 
        Se detuvo en el umbral de la puerta, desde donde un vistazo rápido le mostró una habitación estrecha y de aspecto lúgubre; un olor familiar, entre avinagrado y amargo, le dio la bienvenida. A su derecha, sentado detrás de una minúscula mesa de madera, un hombre no muy entrado en años trabajaba encorvado sobre una hoja de papel amarillento. Observó cómo su mano izquierda, manchada de tinta, se movía con rapidez. Escribía y tachaba, releía siguiendo el texto con el dedo índice, pasaba páginas sin descanso, ajeno a cuanto le rodeaba. 
        El visitante carraspeó para llamar su atención y engolando la voz dijo: «Buenos días tenga vuesa merced. Si no me han informado mal, este debe ser el taller de don Gaspar». 
       —Y vuesa merced será don Miguel, si tampoco yo ando errado —respondió el otro sin levantar la cabeza de la mesa. 
        —Así me bautizaron mis padres, Miguel de Cervantes Saavedra, para servir a Dios y al rey. 
      —Sin querer ser impertinente, su nombre no me resulta familiar. ¿Ha publicado usted alguna otra novela, o esta que me trae es la primera que escribe? 
        —Esta usted frente al autor de La Galatea. 
       —No es mi intención enojarle, pero no he tenido el placer de conocerla. —El corrector se ajustó las lentes con una media sonrisa y retomó su febril actividad, mientras Miguel lo contemplaba con la boca y los ojos muy abiertos—. Ya me contó nuestro común amigo que necesitaba de mis servicios. ¿Ha traído lo acordado? 
        —Por supuesto —respondió Miguel recomponiendo el porte. 
      —Deje el manuscrito sobre esa pila, a su izquierda, y lo leeré con gusto en unos días. —Miguel se acercó hasta una pila de libros y hojas sueltas, cubiertos de una gruesa capa de polvo, y con sumo cuidado depositó el legajo, atado con un lazo, donde el otro le había indicado—. El dinero puede entregármelo a mí, si le acomoda —añadió. 
        Miguel introdujo la mano en la faltriquera y sacó una pequeña bolsa de tela repleta de maravedíes. La sopesó varias veces antes de arrojarla sobre la mesa, como quien se desprende de algo insignificante. 
        —Lo acordado. El resto se lo daré, si a vuesa merced le acomoda, cuando haya acabado la tarea. 
      —Ya ve vuesa merced —dijo Gaspar, girando la cabeza hacía donde se apilaban los libros— que la cantidad de encargos no es baladí en esta época del año. 
     —No malgastemos verbos, solo espero que el resultado esté a la altura de sus honorarios —dijo mientras atravesaba el marco de la puerta para salir al patio exterior. 


        Desde la habitación en la que solía descansar antes del almuerzo, Miguel oyó varios golpes en la puerta del caserón. Instantes más tarde el ama de llaves entró para avisarle de que un muchacho preguntaba por él. Quería entregarle un bulto de parte del señor don Gaspar. 
       Azorado, se apresuró hasta la puerta. Un mozalbete le esperaba; sostenía contra el pecho un paquete lacrado que Miguel casi le arrebata de las manos. «Dale unas monedas al chico, por el recado», le dijo al ama de llaves mientras subía raudo las escaleras para encerrarse en su aposento. 
      Sentado en un sillón soltó el legajo sobre su escribanía, retiró el lacre y lo desenvolvió con parsimonia, recreándose en el momento. Sujetó con la mano la primera página y leyó las anotaciones que en el manuscrito había hecho don Gaspar: «Hace algo más de veinte años, en una villa cercana a Villanueva de los Infantes (sea más inconcreto con el lugar y el tiempo) vivía un conde cuyas facultades mentales habían declinado (el lector, si es noble, puede sentirse aludido, y declinar no es el verbo más adecuado) a causa de la lectura de novelas caballerescas. Contábase entre su hacienda un jamelgo (busque un sinónimo), alguna res y el servicio de un ama de llaves a la que adeudaba un año de emolumentos (suena pomposo, busque otra palabra). Moraba en un palacete del que arrendaba tres habitaciones para aumentar el patrimonio junto a una prima hermana que rondaba (cuídese de las rimas) los cuarenta…».
        Miguel arrastró el sillón, se levantó con gesto hosco y anduvo de un lado a otro por el aposento. Resuelto, regresó al manuscrito, comenzó a pasar una tras otra las hojas, y halló con estupor que todas estaban abarrotadas de tachaduras, sugerencias y frases enteras eliminadas. 

        Golpeó con ambas manos sobre la escribanía y, en un arrebato, arrastró hacía un lado el pesado montón de papel. Tenía la mirada fija en el tablero, sobre el que sus dedos repiqueteaban mientras movía los labios de izquierda a derecha. Pasados varios minutos acercó el sillón hasta el mueble con ademán solemne y se sentó de nuevo. De un cartapacio extrajo una hoja de papel en blanco, la estiró sobre la madera, tomo la pluma del tintero con la mano derecha y escribió: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…».