Descendió, como alma que lleva al diablo, por la costanilla de los Desamparados.
Miraba a su alrededor cada pocos metros, como quien espera encontrarse con
alguien inoportuno. Antes de girar hacía el camino de Atocha apretó el paso y
aferró aún si cabe con más fuerza el manuscrito que ocultaba entre los pliegues
de la capa.
Atravesó un portalón de triple hoja, que coincidía con la
descripción que un conocido le había proporcionado, y se adentró en un patio
rectangular. Inspeccionó una a una todas las puertas hasta descubrir, sobre el
dintel de una de ellas, un desvencijado cartel de madera en el que con
dificultad podía leerse: «Gaspar Sandoval de la Cuesta. Corrector».
Se detuvo en
el umbral de la puerta, desde donde un vistazo rápido le mostró una habitación
estrecha y de aspecto lúgubre; un olor familiar, entre avinagrado y amargo, le
dio la bienvenida. A su derecha, sentado detrás de una minúscula mesa de madera,
un hombre no muy entrado en años trabajaba encorvado sobre una hoja de papel
amarillento. Observó cómo su mano izquierda, manchada de tinta, se movía con
rapidez. Escribía y tachaba, releía siguiendo el texto con el dedo índice,
pasaba páginas sin descanso, ajeno a cuanto le rodeaba.
El visitante carraspeó para llamar su
atención y engolando la voz dijo: «Buenos días tenga vuesa merced. Si no me han
informado mal, este debe ser el taller de don Gaspar».
—Y vuesa merced será don
Miguel, si tampoco yo ando errado —respondió el otro sin levantar la cabeza de
la mesa.
—Así me bautizaron mis padres, Miguel de Cervantes Saavedra, para
servir a Dios y al rey.
—Sin querer ser impertinente, su nombre no me resulta
familiar. ¿Ha publicado usted alguna otra novela, o esta que me trae es la
primera que escribe?
—Esta usted frente al autor de La Galatea.
—No es mi
intención enojarle, pero no he tenido el placer de conocerla. —El corrector se
ajustó las lentes con una media sonrisa y retomó su febril actividad, mientras
Miguel lo contemplaba con la boca y los ojos muy abiertos—. Ya me contó nuestro
común amigo que necesitaba de mis servicios. ¿Ha traído lo acordado?
—Por
supuesto —respondió Miguel recomponiendo el porte.
—Deje el manuscrito sobre esa
pila, a su izquierda, y lo leeré con gusto en unos días. —Miguel se acercó hasta
una pila de libros y hojas sueltas, cubiertos de una gruesa capa de polvo, y con
sumo cuidado depositó el legajo, atado con un lazo, donde el otro le había
indicado—. El dinero puede entregármelo a mí, si le acomoda —añadió.
Miguel
introdujo la mano en la faltriquera y sacó una pequeña bolsa de tela repleta de
maravedíes. La sopesó varias veces antes de arrojarla sobre la mesa, como quien
se desprende de algo insignificante.
—Lo acordado. El resto se lo daré, si a
vuesa merced le acomoda, cuando haya acabado la tarea.
—Ya ve vuesa merced —dijo
Gaspar, girando la cabeza hacía donde se apilaban los libros— que la cantidad de
encargos no es baladí en esta época del año.
—No malgastemos verbos, solo espero
que el resultado esté a la altura de sus honorarios —dijo mientras atravesaba el
marco de la puerta para salir al patio exterior.
Desde la habitación en la que solía descansar antes del almuerzo, Miguel oyó varios golpes en la
puerta del caserón. Instantes más tarde el ama de llaves entró para avisarle de que un
muchacho preguntaba por él. Quería entregarle un bulto de parte del señor don
Gaspar.
Azorado, se apresuró hasta la puerta. Un mozalbete le esperaba; sostenía
contra el pecho un paquete lacrado que Miguel casi le arrebata de las manos.
«Dale unas monedas al chico, por el recado», le dijo al ama de llaves mientras
subía raudo las escaleras para encerrarse en su aposento.
Sentado en un sillón
soltó el legajo sobre su escribanía, retiró el lacre y lo desenvolvió con
parsimonia, recreándose en el momento. Sujetó con la mano la primera página y
leyó las anotaciones que en el manuscrito había hecho don
Gaspar: «Hace algo más de veinte años, en una villa cercana a Villanueva de los
Infantes (sea más inconcreto con el lugar y el tiempo) vivía un conde cuyas
facultades mentales habían declinado (el lector, si es noble, puede sentirse
aludido, y declinar no es el verbo más adecuado) a causa de la lectura de novelas
caballerescas. Contábase entre su hacienda un jamelgo (busque un sinónimo), alguna
res y el servicio de un ama de llaves a la que adeudaba un año de emolumentos
(suena pomposo, busque otra palabra). Moraba en un palacete del que arrendaba
tres habitaciones para aumentar el patrimonio junto a una prima hermana que
rondaba (cuídese de las rimas) los cuarenta…».
Miguel arrastró el sillón, se
levantó con gesto hosco y anduvo de un lado a otro por el aposento. Resuelto,
regresó al manuscrito, comenzó a pasar una tras otra las hojas, y halló con
estupor que todas estaban abarrotadas de tachaduras, sugerencias y frases
enteras eliminadas.
Golpeó con ambas manos sobre la escribanía y, en un arrebato, arrastró hacía un lado el pesado montón de papel. Tenía la mirada fija en el tablero, sobre el que sus dedos repiqueteaban mientras movía los labios de izquierda a derecha. Pasados varios minutos acercó el sillón hasta el mueble con ademán solemne y se sentó de nuevo. De un cartapacio extrajo una hoja de papel en blanco, la estiró sobre la madera, tomo la pluma del tintero con la mano derecha y escribió: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…».